No se pierden los carraspeos del abuelo tras lamentarse
por un balón al palo, ni los gritos de la nieta que le imita.
No se pierden los chasquidos de las pipas del nervioso, ni
el de los focos que hacen arder la hierba antes del calentamiento.
No se pierden los cánticos del grupo de mineros en el
fondo norte, ni el de los agricultores del fondo sur. No se
pierde el golpe de la baqueta que castiga al bombo, ni las letras
al viento de los amigos que han quedado para animar envueltos en una bandera carmesí.
Tampoco se pierde el resuello del jugador que aprieta los
dientes para hacer un último esfuerzo alentado por sus paisanos en las gradas.
Aquí el estruendo de una remontada sigue flotando en el aire.
No se pierde ni un solo siseo, ni un susurro, ni la más tenue
de las voces de apoyo a una tierra orgullosa que quiere
volver a crecer junto a su equipo.
No, en León todos esos sonidos permanecen y se funden
en un acorde ronco y profundo que recuerda a un rugido.
Jaime Gutiérrez